Ramón Rosa
Universidad Nacional Autónoma de Honduras
Asignatura:
Literatura Hondureña
Maestra:
Lic. Sue Adriana Laínez Castro
Alumna:
Cinthia Vanesa Carias
Número
de cuenta: 20171005666
Sección:
1000
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Rosa,
Ramón (1848-1893)
Escritor hondureño nacido en Tegucigalpa en 1848 y
fallecido, también en la capital del país, en 1893. Máximo representante del
positivismo liberal en Centroamérica, se le reconoce una influencia directa
sobre el desarrollo político de Honduras.
Formó parte del movimiento de Reforma Liberal
centroamericano, iniciado en Guatemala a partir de 1871, y tuvo oportunidad de
llevar a la práctica su ideario político a través de los cargos públicos que
desempeñó, entre ellos, el de máximo colaborador del presidente Marco Aurelio
Soto entre 1876 y 1883.
Ramón Rosa fue un estudioso de la política y un divulgador
incansable de sus ideas, desde la tribuna de oradores o desde la plataforma que
le brindaban los periódicos. Realizó un sabio escrutinio de la realidad
hondureña y, en su vocación de pensador, abrazó el positivismo de Comte y el
utilitarismo de Mill y Bentham. Defendió la teoría de que sólo las ideas debían
gobernar la sociedad y depositó una fe ciega en la razón y en la ciencia como
caminos indiscutibles hacia el progreso y el desarrollo de los pueblos. Fue un
civilizador inagotable que combatió sin tregua la ignorancia, la barbarie y el
fanatismo e introdujo la gran reforma liberal en la universidad hondureña.
Obra
Mi
Maestra Escolástica
Adaptado de Ramón Rosa.
Un día, a eso de las seis de la mañana, lo recuerdo como si
ayer fuera, sentí una fuerte sacudida en mi débil cuerpecito de seis años.
El fenómeno fue producido por las gruesas y velludas manos
de mi ayo Julián Patojo, que tal era su apodo, quien tomó el empeño en
despertarme a toda prisa, y en hacerme dejar mi caliente camita de cedro, y la
sabrosa colcha de Juticalpa que me cobijaba.
Julián me habló entrecortado, casi perplejo.
—Levántate, vamos a la escuela. Mi maestro lo manda.
— ¿A la escuela?, contesté yo sin comprenderle bien.
—Sí, a la escuela.
Como tenía plena confianza en Julián, que me llevaba, en
Navidad, a ver los nacimientos y los títeres; en principio de cuaresma, a tomar
ceniza; en Semana Santa, a visitar los monumentos; en Corpus, a contemplar los
altares; y en las fiestas de Mercedes y de San Miguel, a admirar las
churriguerescas mojigangas, dispuestas por los gremios, y los horribles diablos
vencidos por la espada de nuestro patrono, no hice resistencia para dejarme
vestir e ir a la escuela, que supuse cosa divertidísima.
Me vistieron de gala. Me pusieron unos calzoncitos de dril
pardo que me daban hasta los tobillos — en aquel tiempo no usaban vestidos
cortos ni los niños ni las chicuelas — una limpia y muy planchada camisa de
olán, abotonada por detrás, y con revuelos en las mangas; me calzaron suaves y
negrísimas cutarras de polvillo; y me taparon con un sombrerito de vicuña, que
era mi mayor lujo, pues solo salía a la luz cuando nuestra argentina campana
del reloj daba estrepitosos repiques, anunciando las grandes festividades.
Ya vestido y emperendengado, me dieron mi chocolate con
mascadura. Entonces no se tomaba café. Se tomaban tragos… al decir de las
viejitas, se entiende, de chocolate. El café se recetaba para curar las
indigestiones y dolores de estómago.
Cediendo quizá a la misteriosa influencia de un
presentimiento, volví los ojos con el alma oprimida, al patio y corral de mi
casa; a los naranjos cargados de fragantes azahares y de doradas frutas, y a
los hojosos y verdes piñones, a las extendidas y lujuriosas ayoteras, y a la
milpa susurradora, ya en jilotes, cuyas finas cabelleritas de oro flotaban
agitadas por el viento. Julián me tomó de la mano, caminamos una cuadra,
torcimos por el callejón de la Casa de Moneda, llamada todavía Caja Real, aún
sin haber tal Caja ni tal Rey; y bajamos la empinada cuesta de la Hoya o de la
Joya, verdadero arrificio para los transeúntes.
Algo cansado, y entre descreído y crédulo, dije a mi ayo:
—Julián, ¿te quedarás conmigo en la escuela?
—Sólo voy a dejarte, me contestó concisamente.
— ¡Pues no voy a la escuela!
— ¡Pues vas!
Apelé a la fuga, pero Julián me cortó la retirada, me echó
sobre sus hombros, o me cargó a tuto, como se dice en esta tierra, y todo fue
concluido.
Ya capturado, mis gritos fueron horribles: solo podían
compararse con los chillidos de los lechones que, de cuatro a cinco de la
mañana, se degüellan en nuestros corrales, empleando muy lentos y muy bárbaros
procedimientos. Cayendo que levantando sobre un tosco y desigual empedrado,
llegamos a la puerta de la escuela.
Yo no entré, me entraron: era un cuerpo superpuesto en las
anchas espaldas de Julián. Me dejó casi botado en el duro suelo, formado de
viejos ladrillos llenos de profundas grietas, único asiento para los
discípulos. Mi ayo, al dejarme, me miró con toda la ternura de que era capaz, y
dió un suspiro. Me equivoco. No suspiró, bufó. Por esto creo a veces que mucho
me quería. Fácilmente se puede fingir un suspiro; con dificultad se puede bufar
con la desesperación de un bruto.
Mis desaforados gritos cesaron al ver a mi maestra, severa,
imponente, sentada en un butaque forrado de suela negra y lustrosa, por el
antiguo uso, y sostenida por tachuelas doradas en otros tiempos y mejores días,
pero entonces de color plomizo.
No grité, sollocé; y con mis ojos empañados por las
lágrimas, me fijé en que mi maestra era una mujer de treinta y cinco a cuarenta
años; encorvada por su penoso oficio de costurera, de pómulos salientes y
rojizos por la tisis que la acechaba; de cejas pobladas y fruncidas; de ojos
redondos como los del búho, vivísimos y amarillentos por la irritación de la
bilis; de gran lunar canelo, cercano a su chata nariz y lleno de numerosos y
ásperos pelos negros; de pronunciado y grueso bozo, que parecía escaso bigote
de indio; de labios morado obscuro, que nunca tenían una sonrisa; de dentadura
de blanco y purísimo esmalte; y de tal expresión en todo su conjunto, que me
hace decir, por la dureza y el rigor que revelaba, que era, sin hipérbole, un
Rufino Barrios con enaguas.
Si la vista de mi maestra me causó extraordinaria y
dolorosa impresión, también me la produjo el aspecto de la pobreza, rayana en
la miseria, que mostraba la honrada casa de mi escuela. La pequeña sala, que
estaba cubierta entre dos cuartitos llenos de lobreguez, tenía las paredes
revocadas con tierra blanca, y su techo estaba cubierto de mal ajustadas
tablas, blanqueadas con cal, podridas por las goteras, y en las que no
escaseaban telarañas de todas formas.
En cuanto al mobiliario, aparte del butaque de mi maestra,
atenuadas las primeras emociones que me sobrecogieron, bien pude formar el
pequeñísimo inventario que sigue: Una antigua banca de ocote fino, como de
cuatro metros de largo por medio de ancho; en ella ponían las discípulas sus
pañuelones y los discípulos sus sombreritos. Sobre la banca, y en la medianía
de la pared, pendía de un clavo gemal una imagen de Nuestra Señora del Carmen;
la silla, de alto respaldo de propiedad de ña Encarnación, hermana mayor de mi
maestra; y una mesa de pinabete, que a duras penas podía sostenerse y que,
entre dos reglas carcomidas tenía un cajón o gaveta que se abría tirando de una
cabuya en forma de gaza o agarradera.
Al pie de las paredes que formaban el cuadrilongo de la
sala, se hallaban sentadas mis condiscípulas, con sus canastas de costura, y
mis condiscípulos con sus cartillas de San Juan, sus Catecismos por el padre
Ripalda, sus Catones Cristianos y sus cartas manuscritas según el grado de su
aprovechamiento.
Por lo que llevo referido, se deja ver que mi escuela era
mixta, al estilo norteamericano, pues vivíamos bajo el mismo techo escolar
niños y niñas de todas las clases sociales. También era gratuita. Mi
desinteresada maestra no cobraba ni un centavo por su enseñanza. Si los padres
de familia le hacían algún obsequio, lo recibía con agrado y reconocimiento; si
nada le obsequiaba, quedaban tan satisfecha como si le hubiesen hecho los
mayores presentes. Igual carácter tenían las demás escuelas primarias, por lo
común, dirigidas por señoras y señoritas solícitas y virtuosas, entre las
cuales se contaban la maestra Bernardita, las maestras Borjas, la maestra
Isidra Díaz, y la maestra Eustaquia Gil. ¡Que en alguna parte reciban la
recompensa de sus trabajos en pro de la enseñanza de los pobres niños de su
pueblo!
Mi llegada a la escuela fue acogida con un verdadero, pero
reprimido sentimiento de simpatía.
A poco de haber sido echado al suelo, mi maestra me llamó:
—Vení acá, charoludo llorón.
En el lenguaje de mi maestra, plagado de provincialismos,
charoludo quería decir de ojos grandes y muy feos.
Por toda respuesta acudí tembloroso al lugar que ocupaba mi
maestra. Me llevó al extremo opuesto en que estaba la banca.
Me puso de rodillas frente a la Virgen del Carmen, y me
juntó las manecitas, colocándolas en actitud de implorar.
Colocado convenientemente, mi maestra agregó:
—Reza el Bendito.
Un copioso sudor frío corrió sobre mi cuerpo.
No podía rezar el Bendito, puesto que no lo sabía.
Vista mi aflicción, de los frescos labios de una de mis
condiscípulas salieron cual una tierna y débil súplica, estas palabras
compasivas:
— ¡Si no lo sabe! ¡Pobrecito! ¡Tan chiquito!
— ¿Qué?… replicó mi maestra, irguiéndose indignada.
Ante aquel horrible ¿Qué? todas las juveniles cabezas se
inclinaron, como movidas por un solo resorte, y no se oyó ni el más leve rumor.
Recobrada la disciplina, a tan poca costa, mi maestra me
dijo el Bendito, alabado sea el Santísimo, tres o cuatro veces; y yo seguía su
fuerte y llena voz, con mi triste vocecita ahogada por los sollozos.
Después añadió, menos enojada:
—Mañana será otro día, ñor quejitas.
Ahora vamos a ver la lección.
Tomó de la banca la cartilla que me había dejado Julián y
me dio, muy despacio, las tres primeras letras del alfabeto, y me despachó
diciéndome:
—Ahora a sentarse y a estudiar.
Volví algo repuesto a mi asiento, es decir al suelo; puse
la cartilla sobre mis juntas piernas; y fijé con empeño la mirada en las letras
del alfabeto, para grabarlas en mi cerebro con alma, vida y corazón.
Me hallaba medio consolado, aprendiendo mi lección, cuando
al tomar dos bocados de mi almuerzo, que se me atragantaron, me conmovió el
recuerdo de mi hogar. Recordé mis juegos infantiles al aire libre, los sonoros
violincitos que fabricaba con las cañitas de maíz, las flautas y clarinetitos
que formaba con los tallos huecos de las ayoteras, y los globitos que lanzaba
al espacio, sirviéndome de pequeños carrizos que, con levísimo soplo, empujaban
el líquido espeso, amargo y corrosivo del piñón.
Hacer tales recuerdos y volver al llanto, todo fue uno. Sin
que yo lo advirtiera, cayó silencioso sobre la primera página de la cartilla.
San Juan y su corderito y el alfabeto fueron inundados. Cuando me di cuenta de
tan horrible desgracia, quise salvarlos, pero mis medios de salvamento, que
consistían en grandes frotaciones, fueron contraproducentes. El Bautista perdió
cabeza y cuerpo; el cordero pereció como su santo precursor… y no quedó legible
ni una sola letra del alfabeto.
Serían las cuatro y media de la tarde, cuando mi maestra me
llamó para que diera la lección.
Hice un esfuerzo, y la di como oidista aprendiz de música,
de memoria. Me hizo repetir la lección, y se fijó en la cartilla, cuya primera página
era una completa ruina. Sentí su enorme dedal de plata sobre mi cabeza, y
aturdido oí estas palabras aterradoras:
— ¡Conque me engañas, charoludo! ¿Qué se hizo San Juan?
¿Qué se hizo el Abecedario?
No supe qué contestar.
Y sin embargo, la respuesta era sencilla:
—La culpa es de mis lágrimas.
En la vida todo tiene compensación. Compensé la amargura
del primer día de mi escuela oyendo, en mi hogar, al amor de la lumbre, los
sabrosos cuentos de Nina, que era una de aquellas fieles y buenas criadas, tan
sólo conocidas en el viejo tiempo: lo maravilloso del Pájaro del dulce encanto,
los horrendos crímenes de la Reina envidiosa, las fazañas y diabluras de Pedro
Urdemalas, las travesuras del astuto Tío Conejo, y las candideces y desdichas
del imbécil Tío Coyote. Nina era una gran narradora, a quien hubiera puesto muy
por encima de Andersen. Nina era, en mi concepto, un portento de sabiduría y de
gracia en el decir.
Al día siguiente, convencido de que por la razón o por la
fuerza debía ir a la escuela, con la resignación de un mártir fuí con Julián
muy temprano a comprar una nueva Cartilla.
El programa de enseñanza de mi escuela era muy corto y
elemental:
Lectura, en letra de molde;
Lectura, en letra de carta;
Doctrina cristiana;
Tabla de multiplicar; y
Escritura, con pluma de ave, o con pluma de acero.
En cuanto al sistema disciplinario y penal, puede
asegurarse también que era sencillo, aunque no corto, y un tanto pesadito:
Faltas levísimas, uno o más dedalazos en la cabeza;
Faltas leves, hincarse sobre gruesa arena o granos de maíz,
por una o más horas;
Faltas graves, la misma pena, con la añadidura
insignificante de tener los brazos en cruz y con un tenamaste en cada mano;
Faltas más graves, palmetazos en las manos y disciplina en
la espalda;
Faltas gravísimas, palmeta o chirrión en las posaderas
descubiertas;
Por reincidencia en las faltas graves, más graves y
gravísimas, sentar al criminal en una silla, con la cabeza enflorada y con dos
enormes orejas de burro.
Estímulos, premios o recompensas, en la escuela: 0, 0, 0.
Pero es necesario ser justo. Cuando uno concluía la
Cartilla, el Catecismo o el Catón, había recaudo de la maestra para que dieran
al discípulo, en su casa, melcochas, horchata y agua de canela.
Pasaban los días, las semanas y los meses, y yo seguía
penosa y lentamente el programa de enseñanza de mi escuela. Como el esclavo
llega a habituarse a despiadada servidumbre, así llegué a acostumbrarme, triste
y resignado, al régimen impuesto por mi maestra.
Casi todas las escenas que presenciaba en mi escuela tenían
subidos tintes de melancolía. ¡Cómo recuerdo el campanazo de las doce! Ña
Encarnación, recta y delgada como un fino espárrago, salía de la cocina con una
sartén de frijoles brutos, un plato con seis tortillas y dos tajadas de queso,
de muy notable transparencia.
— Colaca, Eugenia, está el almuerzo.
Mi maestra dejaba su costura y ña Eugenia, su hermana menor
y de bella presencia, con las mejillas encendidas por la tisis pulmonar, salía
tosiendo de su lóbrego cuartito.
Aquellas tres mujeres tomaban en la mano sus dos tortillas,
les echaban unos frijoles, que sazonaban despolvoreando las tajaditas de queso;
y sin hablar, ora de pie, mirando vagamente al cielo, ora sentadas en el umbral
de la puerta de la salita, almorzaban tranquilamente. ¡Honradas mujeres! ¡Con
qué resignación cargaban la pesada cruz de su pobreza! Durante años, jamás las
oí manifestar un deseo, exhalar una sola queja, rebelarse contra la suerte que
les imponía las mayores privaciones. El almuerzo sólo era interrumpido, algunas
veces, por un golpe de tos de ña Eugenia, que dejaba sus tortillas a medio
comer, porque la pobre se asfixiaba.
— ¿Sufres Eugenia? preguntaba mi maestra.
—Sí, Colaca.
Ña Encarnación daba un profundo suspiro y llevaba la sartén
y el plato a la cocina: mi maestra conducía del brazo a su hermana y se fijaba
como sin interés, en el suelo, para ver si había mucha sangre en los esputos de
la enferma. Ña Encarnación, abatida, iba a apagar el fuego que causaba gasto y
a buscar chiriviscos para renovarlo: mi maestra volvía a su butaque; y sombría
y firme, seguía cosiendo para ganar el pan de cada día. Ña Eugenia seguía
tosiendo sin quejarse ni pedir nada. ¡Tales escenas me desgarraban el alma!
La monotonía en los usos y prácticas de mi escuela, sólo se
interrumpía los viernes de Cuaresma en que mi maestra, al amanecer, se bañaba
con sus discípulas en el Río Grande; y los días en que llegaba el Maestro Pablo
con su violín o don Bernardo Filiche, a tomar chocolate a eso de la siesta.
Mi maestra está fresca, decíamos los viernes, llenos de
alborozo; y en efecto, la frescura de su cuerpo como que refrescaba su alma,
tornándola en suave y bondadosa. En días tan felices no había rezongos ni
coscorrones; podíamos jugar algunas horas Cucumbé y Nana Abuela, en el
patiecito de la casa, y la maestra hasta nos dirigía la palabra con cariño, por
lo común para contarnos alguna anécdota picante.
El maestro Pablo llegaba de ordinario, por la mañana,
después de haber oído misa entera en la Iglesia de Nuestra Señora de las
Mercedes. Era recibido con inusitadas muestras de alegría; se repatingaba en el
sillón de cuero, templaba su violín y nos hacía oír los más caprichosos
preludios. La animación crecía y crecía, a medida que el artista multiplicaba
sus preludios; y, al fin, mi maestra daba la anhelada voz de mando, diciendo:
—Vaya, muchachas!
Era de ver el júbilo retratado en todos los semblantes, como
transfigurados por el arte de la música.
Unas cantaban:
Flor dorada que entre espinas
Tienes trono misterioso.
Otras:
Perdí mi corazón ¿lo habéis hallado,
Ninfas del valle en que penando vivo?
Pero el entusiasmo rayaba en el delirio, cuando el maestro
rascaba casi con furia su violín e iniciaba, para coro, el cantarcillo popular,
de legítima procedencia española:
Mañanitas, mañanitas,
¡Como que quiere llover!
Así estaban las mañanas
Cuando te empecé a querer.
Eres clavel, eres rosa,
Eres clavo de comer;
Eres azucena hermosa
Cortada al amanecer.
No soy clavel, no soy rosa,
No soy clavo de comer,
No soy azucena hermosa
Sino una infeliz mujer.
Chémala, agitando piernas y brazos, unía su vozarrón al
concierto o desconcierto, y se hacía sobresaliente, y daba un do de pecho en
aquello de:
Ya tocaron la diana,
Mi coronel lo mandó;
Abrí tus ojos, mi alma.
Chatilla, ya amaneció.
De repente, un olor a chorizo asado y a frijoles y queso
fritos, se transmitía de la vecina cocinita del maestro a la sala de la
escuela. El maestro, que tenía muy buenas narices y muy buen estómago, lo
percibía en el acto. Guardaban el violín a toda prisa y decía, dominado por el
apetito:
—Adiós, Colaca, la Dolores me espera; voy a almorzar.
Y nosotros quedábamos con la mayor de las tristezas, con la
tristeza que deja el exceso del placer.
Cuando llegaban visitas, hacíamos una rápida evolución,
girando sobre nuestro propio cuerpo, para presentar la espalda a la visita y
tener la cara frente a la pared. Evolucionábamos de esa suerte para no ver lo
que no nos importaba ni acostumbrarnos a tragar palabras, según decía mi
maestra. En esto tal vez andaba un tanto desconcertada, pues con el rabo del
ojo lo veíamos todo, y como la distancia era muy corta, nos poníamos muy al
corriente de la conversación.
La evolución era, de ordenanza, hacerla con la mayor
presteza cuando entraba de visita don Bernardo Filiche, el grande y buen amigo
de mi maestra. Don Bernardo no era tal Filiche, sino Reyes; pero a su cuerpo delgadito
y pequeño y a su cara seca y muy blanca, los hacedores de comparaciones le
hallaron semejanza con el cuerpo y la cara de un señor Filiche, uno de los
primeros cómicos de la legua, que allá por los años de treinta y tantos vino de
España. Por comparación, pues, mis desocupados paisanos filicharon a nuestro
don Bernardo.
Después de cariñosísimo saludo y de hablar del calor, o del
frío, o del tiempo, mi maestra preguntaba, dulcificando su voz cuanto le era
posible:
— ¿Ya tomaste tragos, Bernardo?
—No, Colaca; vengo a tomarlos con vos.
Mi maestra se levantaba contentísima, salía presurosa
bebiéndose los vientos, y hablaba unas pocas palabras con ña Encarnación,
encargada del arte culinario. Acto continuo, Chémala salía a todo escape con
dirección a las pulperías de Don Camilo, y a poco regresaba bañado en sudor y
jadeante, trayendo en un plato dos tablillas de cacao guayaquil, dos panes de
yema o dos cemitas, y una onza de mantequilla olanchana, bien envuelta en
áspera tusa. ¡Momentos felices para nosotros! Mi maestra tomaba sus tragos de
chocolate con Filiche, platicaba con vivísimo interés y nos olvidaba por
completo. ¡Qué dicha! Podíamos respirar con libertad. Dios me perdone; pero
aunque Filiche era casado y mi maestra era refractaria a los tiernos
sentimientos, sospecho que en aquellas dos almas había algo así como el germen
de un amor…
Bibliografía
Biografía
Obra
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https://redhonduras.com/cultura/mi-maestra-escolastica-obra-de-ramon-rosa/amp/
MUY BUENA SU NARRACIÓN
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